
La migración imposible
Madrid, España - 2045
Diana Quintero observaba la fila interminable de solicitantes de visa frente al consulado de España en Bogotá. Sabía que muchos no lograrían obtenerla. En los últimos años, Europa había endurecido drásticamente sus políticas migratorias, exigiendo certificados de alta especialización y comprobantes financieros casi inalcanzables para la mayoría. En un país en el cual la educación especializada se volvió más cara que tener un mercedes y una enorme casa, solo un pequeño grupo de colombianos con posgrados y credenciales internacionales que habían estudiado en colegios que parecían embajadas alemanas, británicas y francesas podía aspirar a una oportunidad real.
Colombia se había convertido en un país de comerciantes. No se vivía mal, pero la mayoría de personas ejercían el comercio informal. Muchos hacían buena plata, pero el perfil se mantenía bajo: la mayoría de familias colombianas habían abandonado la narrativa aquella de “casa, carro y beca”. Con tener para ir una vez al año a la costa y pasar las navidades en familia con buen trago y buena comida bastaba. Por eso se decía cada vez más: ¿Para qué estudiar? Con un negocito basta.
Diana, sin embargo, no tenía otra opción. A ella ni pa’l negocito le alcanzaba. Venía de una familia de campesinos que había sufrido los estragos de la tecnificación extrema del campo a manos de capitales extranjeros. Muchos campesinos habían logrado ser dueños de un pedazo de tierra con un éxito a medias de una reforma agraria que llegó demasiado tarde. Pero al carecer del capital para competir con tierras tecnificadas, terminaban arrendando a precios de nada y ni les alcanzaba para comprar los tomates que se cosechaban en su propia parcela. Miles de trabajadores manuales, como ella, habían sido desplazados. El trabajo en la construcción, el sector agrícola y la manufactura estaba dominado por robots y sistemas de inteligencia artificial. Para los trabajadores no calificados, el desempleo se había convertido en una sentencia de pobreza.
Cuando finalmente llegó su turno en la ventanilla del consulado, el funcionario ni siquiera revisó sus documentos completos antes de decirle: "Lo siento, pero su perfil no cumple con los requisitos".
Desesperada, recurrió a una red de tráfico de migrantes que ofrecía documentos falsificados y contratos laborales fraudulentos. Terminó en Madrid trabajando en condiciones de explotación extrema, sin salario fijo y con jornadas interminables. Sin papeles y sin protección, su situación la hacía vulnerable a la trata de personas y la esclavitud laboral.
A medida que más países endurecían sus fronteras y los empleadores reemplazaban a los trabajadores con tecnología, miles de migrantes como Diana quedaban atrapados en un ciclo de ilegalidad, pobreza y abuso. La migración laboral segura se había convertido en un privilegio para pocos, mientras que el resto solo podía sobrevivir de la mano de Dios.